Lucas 5:12-16 “Quiero… Sé limpio”: El toque restaurador del Rey en el Nuevo Éxodo
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Introducción
Introducción
Hace algunos años atrás, un hermano me pidió con urgencia que lo visitara. Aquel día, apenas entré en su casa, percibí el peso casi insoportable que este hermano llevaba sobre sus hombros. Después de varios minutos en silencio, con lágrimas y sin poder levantar su mirada hacia mí, confesó su pecado. Era una lucha con la impureza sexual, el me dijo:
«Pastor, he llegado tan lejos, que ya no puedo mirarme en el espejo sin sentir asco. No puedo mirar a nadie a los ojos, porque siento que todos saben, que todos ven lo sucio que estoy. Creo que Dios ya no puede hacer nada conmigo. Lo que he hecho es imperdonable»
Ese día abrí la Palabra y le conté acerca del poder limpiador de Cristo, de su gracia inmerecida y su perdon.
Ese día, en medio de su impureza, la vergüenza y la culpa, esta persona experimentó algo que cambiaría su vida para siempre: el Señor toco su corazón con estas palabras: «Quiero… sé limpio.»
Hermanos queridos, quizá tú no has llegado al mismo extremo, o quizá llevas en silencio heridas profundas que te avergüenzan delante de Dios y de los demás. Puede que tu lucha sea distinta, pero la realidad es la misma: todos nosotros, siendo hijos del pacto, necesitamos continuamente ser restaurados por el toque poderoso del Señor.
Esto es precisamente lo que veremos hoy en Lucas 5:12–16, cuando Jesús confronta y restaura a un leproso—un hombre considerado impuro, aislado y fuera del pueblo del pacto—mostrándonos de manera clara que en Cristo ha comenzado el Nuevo Éxodo: una liberación no solo de esclavitud física, sino de la esclavitud más profunda del pecado, la vergüenza y el aislamiento espiritual.
Estando Jesús en una de las ciudades, había allí un hombre lleno de lepra, y cuando vio a Jesús, cayó sobre su rostro y le rogó: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Extendiendo Jesús la mano, lo tocó, diciendo: «Quiero; sé limpio». Y al instante la lepra lo dejó. Y Él le mandó que no se lo dijera a nadie. «Pero anda», le dijo, «muéstrate al sacerdote y da una ofrenda por tu purificación según lo ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio». Su fama se difundía cada vez más, y grandes multitudes se congregaban para oír a Jesús y ser sanadas de sus enfermedades. Pero con frecuencia Él se retiraba a lugares solitarios y oraba.
Hermanos, esta es una historia sobre cómo Jesús sigue actuando hoy en medio de su iglesia.
Vamos a considerar juntos 4 formas en que nuestro Señor Jesucristo restaura a su pueblo cuando hemos sido manchados por el pecado, agobiados por la vergüenza, o alejados de la comunión plena con Él y con su iglesia.
Y lo primero que vemos claramente en este texto es que, antes de restaurarnos:
1. Cristo nos confronta con la realidad de nuestra impureza (v. 12)
1. Cristo nos confronta con la realidad de nuestra impureza (v. 12)
Estando Jesús en una de las ciudades, había allí un hombre lleno de lepra, y cuando vio a Jesús, cayó sobre su rostro y le rogó: «Señor, si quieres, puedes limpiarme».
Este hombre era parte del pueblo de Dios, que llevaba sobre sí la pesada carga de una enfermedad devastadora: estaba, según Lucas, «lleno de lepra».
Recordemos que Lucas era médico, por lo que usa esta expresión para señalar la gravedad extrema del caso. Este hombre no estaba ligeramente enfermo; no era un caso moderado; estaba completamente dominado por la lepra.
Pero la realidad es aún más trágica: su enfermedad física reflejaba algo mucho más profundo — una condición espiritual desesperante.
Pensemos por un momento lo que implicaba esta enfermedad para un israelita fiel al pacto de Dios.
Según Levítico 13–14, la lepra no solo causaba sufrimiento físico, sino también un aislamiento espiritual absoluto:
El leproso: debía rasgar sus ropas, llevar su cabello desgreñado, cubriendo su rostro en señal de duelo permanente (Lev. 13:45
Ademas tenía que gritar “¡Inmundo! ¡Inmundo!”, anunciando públicamente su condición impura.
Para rematar, vivía fuera del campamento, separado del templo, lejos de los sacrificios, privado de la comunión del pueblo elegido.
Este hombre no solo estaba enfermo; era un muerto viviente espiritual y socialmente hablando, separado de la presencia de Dios y de la comunión con su pueblo.
La lepra, en la mentalidad judía y levítica, era mucho más que enfermedad; era una metáfora viva del pecado y sus devastadoras consecuencias.
Esto es precisamente lo que hace el pecado en nosotros, hermanos. Puede empezar pequeño, casi imperceptible, pero rápidamente invade todas las áreas de nuestra vida:
Nos desfigura, destruyendo poco a poco la imagen de Dios en nosotros.
Nos separa, creando barreras profundas en nuestras relaciones con Dios y con los demás.
Nos aísla, llevándonos a lugares donde ya no podemos sentir comunión real, ni adorar con libertad, ni experimentar la plenitud del pacto con Dios.
Este leproso estaba condenado por su condición, sin poder cambiarla por sí mismo. No podía limpiarse, no podía sanarse, no podía acercarse a nadie, ni al templo, ni al altar. Era completamente impotente frente a su propia impureza.
Este hombre es un espejo para todos nosotros hoy.
Hermanos, la peor condición del ser humano no es una enfermedad visible; es el pecado que nos aparta de la comunión real con Dios.
Y la primera obra misericordiosa de Cristo en nosotros es precisamente esta: confrontarnos claramente con la profundidad de nuestra impureza, no para humillarnos sin esperanza, sino para mostrarnos nuestra absoluta necesidad de Él.
“se postró con el rostro en tierra y le rogó”. El leproso no negocia, no excusa su condición, no ofrece justificaciones ni méritos; simplemente se postra ante Jesús con desesperación y honestidad.
“Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Su fe no se basaba en derechos ni méritos, sino en la misericordia soberana del Salvador. Él sabe exactamente quién es él mismo y quién es Jesús.
Es la actitud que Cristo espera de nosotros hoy:
Cristo no puede sanar lo que insistimos en esconder.
No puede restaurar plenamente lo que aún pretendemos justificar.
Por eso nos confronta. Por eso nos lleva al punto donde ya no podemos disimular, donde reconocemos que nuestra única esperanza no es negar nuestra condición, sino presentarla honestamente a los pies del Salvador.
El Señor espera de nosotros esta mañana: una confesión honesta, humilde y reverente de nuestra verdadera condición, junto con una fe genuina en su capacidad absoluta para limpiarnos.
Así que no minimices, no escondas, no justifiques tu condición delante de Dios. Hoy es el día para hacer lo que hizo aquel leproso: ven honestamente ante Cristo, reconociendo quién eres tú y quién es Él. Porque solo allí, postrado en humildad, comienza la verdadera restauración.
Veamos ahora juntos cómo responde el Salvador a quienes se atreven a reconocer honestamente y en humildad su necesidad profunda de limpieza…
2. Cristo se acerca con compasión al verdaderamente indigno (v. 13a)
2. Cristo se acerca con compasión al verdaderamente indigno (v. 13a)
Extendiendo Jesús la mano, lo tocó, diciendo: «Quiero; sé limpio». Y al instante la lepra lo dejó.
Según la ley mosaica, tocar a un leproso significaba contaminarse, volverse impuro. En la lógica levítica del Antiguo Testamento, lo impuro contaminaba al puro:
”O si alguien toca cualquier cosa inmunda, ya sea el cadáver de una fiera inmunda, o el cadáver de ganado inmundo, o el cadáver de un reptil inmundo, aunque no se dé cuenta de ello y se contamina, será culpable. ”O si toca inmundicia humana, de cualquier clase que sea la inmundicia con que se contamine, sin darse cuenta, y después llega a saberlo, será culpable.
Y dijo Hageo: «Si alguien, inmundo por el contacto con un cadáver, toca cualquiera de estas cosas, ¿quedará inmunda?». «Quedará inmunda», respondieron los sacerdotes.
Pero observa con cuidado lo que hace Jesús en este momento:
«Extendiendo Él la mano, lo tocó.»
Jesús podría haber limpiado al hombre simplemente con su palabra (y más adelante lo hará). Pero aquí realiza algo extraordinario, profundamente revelador acerca de quién es Él y cómo opera el Reino de Dios: Jesús lo toca.
¿Qué significa esto?
Hermanos, significa que en Jesús la pureza no teme tocar lo impuro, ni teme acercarse al quebrantado, al indigno, al inmundo. En Cristo, la santidad divina no huye del pecador; más bien lo busca, lo abraza y, al tocarlo, lo purifica radicalmente desde adentro hacia afuera.
En Cristo, la pureza es activa, poderosa, contagiosa. Al tocar al impuro, Jesús no queda contaminado; es el impuro quien queda purificado. Lo que el templo en Jerusalén solo podía simbolizar, Jesús lo realiza con autoridad y gracia divina: transmite santidad, restauración y vida a todo aquel que toca.
Este hombre no había sido tocado probablemente en años. Nadie le había tocado la mano, ni abrazado, ni mirado con afecto. Todo contacto humano le estaba prohibido. Pero ahora, Jesús, la persona más pura y santa que jamás caminó sobre esta tierra, extiende la mano para tocarle. Este toque no es solo físico; es profundamente espiritual, emocional, relacional.
Jesús toca al leproso para restaurarle no solo la salud, sino también su dignidad, su humanidad, su lugar dentro del pacto.
Y con ese toque, Jesús revela algo más profundo y maravilloso acerca del carácter de Dios mismo. Dios no nos salva desde lejos. Dios no ofrece salvación desde la distancia segura de la santidad celestial. ¡No! El Evangelio dice precisamente lo contrario: en Cristo, Dios vino a buscarnos, a acercarse, a identificarse plenamente con los pecadores y los marginados.
Dios no desprecia tu impureza, hermano. Dios no se aparta con asco de tu pecado, hermana. Al contrario, en Jesús, Dios vino precisamente a sanar aquello que nadie más puede sanar, a tocar aquello que nadie más quiere tocar, a restaurar lo que nadie más cree que pueda restaurarse.
Este hombre no reclamó derechos, ni exigió favores. Solamente se humilló y suplicó: «Si quieres…». Y Cristo respondió con una compasión profunda y una autoridad soberana: «Quiero».
¿Acaso has creído alguna vez que Cristo no estaría dispuesto a acercarse a ti si realmente viera lo profundo de tu pecado, la gravedad de tu vergüenza o lo indigno que te sientes?
¿Has llegado a pensar que tu pecado es tan sucio que Cristo evitaría tocarte?
Este texto nos dice claramente lo contrario. Cristo no se aleja; Cristo no retrocede. Cristo no se asombra ni se avergüenza de lo que encuentra en tu vida. Al contrario, su compasión lo mueve hacia ti. Él quiere acercarse, quiere tocar, quiere restaurar.
Esta escena anticipa lo que Jesús hará plenamente en la cruz. Porque allí, en la cruz, Jesús llevó sobre sí toda nuestra lepra espiritual. En la cruz, Cristo tocó nuestra inmundicia más profunda y asumió la contaminación y la culpa que nos correspondía. Como dice:
Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él.
¿Cargas culpa? Jesús dice hoy: «Quiero limpiarte.»
¿Te sientes avergonzado? Jesús dice: «Quiero restaurarte.»
¿Te has apartado espiritualmente, aislado de la comunión con Dios o su pueblo? Jesús dice hoy con ternura y autoridad: «Quiero devolverte al gozo pleno de la comunión conmigo.»
Veamos ahora qué sucede exactamente cuando Jesús extiende su mano y pronuncia estas palabras tan llenas de poder: «Quiero; sé limpio». Porque este Salvador que confronta y toca, también limpia con autoridad divina y restaura al pueblo del pacto.
Continuemos viendo juntos esta maravillosa verdad…
3. Cristo limpia con autoridad divina y restaura al culto (vv. 13b–14)
3. Cristo limpia con autoridad divina y restaura al culto (vv. 13b–14)
Extendiendo Jesús la mano, lo tocó, diciendo: «Quiero; sé limpio». Y al instante la lepra lo dejó. Y Él le mandó que no se lo dijera a nadie. «Pero anda», le dijo, «muéstrate al sacerdote y da una ofrenda por tu purificación según lo ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Cuando Jesús pronuncia estas palabras, algo extraordinario y maravilloso ocurre: «Al instante la lepra se fue de él». No es una sanidad gradual, no es una restauración parcial. El poder de Cristo opera inmediatamente, completa y permanentemente.
Lucas, con precisión médica, subraya que no quedó ningún rastro, ninguna señal, ninguna cicatriz que revelara su antigua condición. El hombre quedó plenamente limpio.
Este momento no es simplemente la eliminación de una enfermedad física. Ley del Antiguo Testamento, particularmente Levítico 14. Allí encontramos un procedimiento extenso y complejo para restaurar a un leproso sanado de nuevo al culto, a la comunión y al pueblo de Dios:
El sacerdote salía fuera del campamento para examinarlo.
Había sacrificios de aves, rociamiento de sangre mezclada con agua viva.
Se realizaba un acto simbólico que indicaba redención y purificación.
Luego, tras un período de espera y más sacrificios, el sacerdote finalmente proclamaba oficialmente que el hombre estaba restaurado a la comunión plena con Dios y su pueblo.
¿por qué Jesús envía al hombre al sacerdote si ya lo ha sanado plenamente? Jesús lo hace no porque necesitara ser limpiado aún más, sino porque Cristo quería dejar algo profundamente claro: Él no había venido para anular la Ley, sino para cumplirla plenamente.
Jesús es más que un sanador; es el cumplimiento mismo de todo lo que la Ley ceremonial anticipaba:
Él es el verdadero Sacerdote que tiene autoridad para declarar limpio al impuro, no solo ceremonialmente, sino espiritualmente.
Él es el sacrificio perfecto cuya sangre purifica radicalmente.
Él es el nuevo templo viviente en el que habita plenamente la presencia divina que limpia y restaura lo que ningún rito externo podía limpiar jamás.
Y al enviar a este hombre a los sacerdotes, Jesús quiere que esta restauración se convierta en un testimonio público y visible del poder divino de Su Reino. Al cumplir con Levítico 14, el hombre estaba proclamando a todo Israel que en Jesús se había manifestado plenamente la salvación que la Ley solo podía señalar.
La obra restauradora que Cristo realiza en nuestra vida nunca es solamente individual o privada. Siempre tiene una dimensión pública y comunitaria. El hombre no solo es restaurado en su cuerpo, sino también a la comunión plena con Dios, con su templo, con su pueblo.
Cristo muestra que Su salvación es integral, poderosa, completa:
Restaura tu dignidad: Ya no eres definido por tu pecado, tu vergüenza o tu pasado. Eres definido por la gracia transformadora del Salvador.
Restaura tu comunión: Cristo no solo te limpia; te devuelve a la vida de la iglesia, al culto y a la comunión del pacto.
Restaura tu adoración: Eres restaurado plenamente a la presencia de Dios, sin restricciones ni condiciones.
Quizá hoy estás en la iglesia, pero sigues sintiéndote “fuera del campamento”. Quizá te han convencido tus propias dudas o la vergüenza de tu pasado de que, aunque Dios te haya perdonado, aún debes vivir al margen de la comunión plena con Él y Su pueblo.
Cristo no te limpia a medias; Él restaura plenamente tu acceso al templo espiritual, a la comunión íntima con Dios, y a la vida en plenitud con la iglesia, Su familia.
¿Te has alejado de servir porque te sientes indigno? Hoy Cristo te dice: “Estás limpio, vuelve a servir con gozo.”
¿Has guardado silencio, sin testificar de tu restauración por temor al rechazo o la vergüenza? Cristo te dice hoy: “Ve y cuenta lo que he hecho contigo.”
¿Has dudado que Dios realmente haya borrado tus culpas pasadas? Cristo te asegura con autoridad divina: “Mi palabra ha dicho que eres limpio, y mi palabra es absoluta y definitiva.”
En la cruz del Calvario, Jesús tomó nuestra lepra espiritual, cargó nuestro aislamiento y vergüenza, para que ahora podamos acercarnos confiadamente al trono de la gracia. En Cristo ya no hay condenación, ya no hay aislamiento, ya no hay vergüenza que pueda separarte del amor y la comunión con Dios:
Por tanto, ahora no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu.
Querido hermano, querida hermana, si Cristo ya pronunció sobre ti: «Quiero; sé limpio», nadie puede contradecirlo. Ningún pecado puede prevalecer, ninguna culpa puede volver a atraparte, ninguna vergüenza puede condenarte otra vez. Eres libre para vivir plenamente en la comunión y adoración a la que Él te restauró por Su gracia soberana.
Pero la historia aún no termina aquí. Cristo no solo nos limpia y restaura al culto y al pueblo de Dios. Su obra también transforma a los restaurados en testigos vivos de Su Reino.
4. Cristo transforma a los restaurados en testigos de su gracia (vv. 15–16)
4. Cristo transforma a los restaurados en testigos de su gracia (vv. 15–16)
Su fama se difundía cada vez más, y grandes multitudes se congregaban para oír a Jesús y ser sanadas de sus enfermedades. Pero con frecuencia Él se retiraba a lugares solitarios y oraba
Pero él, en cuanto salió comenzó a proclamarlo abiertamente y a divulgar el hecho, a tal punto que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera en lugares despoblados; y venían a Él de todas partes.
Cuando Cristo realmente toca y transforma nuestras vidas, es imposible mantener en secreto lo que Él ha hecho. La gracia verdadera es contagiosa, no puede esconderse. La misericordia auténtica clama por ser proclamada.
El testimonio cristiano no es mostrar cuán buenos somos nosotros ahora, sino cuán maravillosa es la gracia y el poder de Cristo que nos tocó en nuestra impureza, nos limpió completamente y nos devolvió la vida. La fuerza de nuestro testimonio nunca ha sido ni será la perfección moral que ahora supuestamente tenemos, sino la gloria del Salvador que vino a buscar y salvar lo que se había perdido (Lc. 19:10).
Quizás algunos de ustedes hoy se sienten inseguros, pensando: “¿Quién soy yo para hablar de Cristo, considerando todo lo que he hecho?” Escúchame bien esta mañana, hermano o hermana: tu pasado no debilita tu testimonio; ¡más bien lo fortalece!
Precisamente porque Jesús ha restaurado lo más indigno, lo más impuro, lo más vergonzoso, tenemos una historia poderosa que contar. El mundo no necesita ver cristianos perfectos; el mundo necesita ver cristianos restaurados por la gracia irresistible y transformadora del Salvador.
El mismo hecho de que Cristo haya restaurado completamente al leproso se convirtió en un mensaje público acerca de quién era Jesús y qué había venido a hacer.
Este hombre fue enviado al sacerdote no solo por razones ceremoniales, sino para que fuese «testimonio a ellos» (v. 14). La limpieza que Cristo hizo no solo restauró al hombre a la comunidad religiosa, sino que desafió públicamente a las autoridades religiosas para que vieran en Jesús la llegada definitiva del Reino de Dios.
Lucas añade v. 16: «Mas Él se apartaba a lugares desiertos y oraba.»
Jesús se mantenía conectado profundamente con el Padre. Su vida pública de testimonio fluía de una vida privada y profunda de oración y comunión con Dios.
El verdadero testimonio cristiano no es resultado de nuestras propias fuerzas o estrategias, sino del poder espiritual que recibimos en la comunión íntima con Dios.
¿deseamos ser una iglesia que realmente da testimonio poderoso de la gracia restauradora de Cristo? La clave no es más actividad o más programas. La clave es una comunión más profunda, más constante y más auténtica con Dios mismo. Como Jesús, necesitamos retirarnos a lugares desiertos —es decir, apartar tiempo y espacio regularmente para buscar la presencia de Dios en oración— porque es en esa comunión con Dios que se sostiene y crece nuestra vida espiritual y nuestro testimonio público.
Si hoy Cristo ha tocado y limpiado tu vida, la invitación para ti es doble y clara:
No permanezcas en silencio: cuenta lo que Cristo hizo contigo. Proclama públicamente la misericordia transformadora que recibiste. Tu testimonio personal puede ser lo que Dios use para atraer a otros que aún están viviendo en vergüenza, aislamiento y desesperanza.
No descuides tu comunión con Dios: tu efectividad como testigo no depende de tu capacidad natural o tus esfuerzos humanos, sino de tu intimidad constante con el Salvador. Aprende del ejemplo de Jesús: para ser eficaz públicamente, necesitas vivir diariamente en comunión profunda con Dios.
¿Estás viviendo así, hermano? ¿Estás anunciando lo que Cristo ha hecho contigo? ¿Estás cuidando diariamente tu relación íntima con el Padre?
Conclusión del Sermón: “Quiero… sé limpio” (Lucas 5:12–16)
Conclusión del Sermón: “Quiero… sé limpio” (Lucas 5:12–16)
Hermanos, hemos visto cómo Jesús confronta, limpia, restaura y envía a aquellos que estaban contaminados, avergonzados y aislados por la lepra espiritual del pecado.
Quizá hoy, mientras escuchabas este mensaje, has podido identificarte claramente con el leproso en distintos aspectos de tu vida.
Quizá te has reconocido en su vergüenza, en su aislamiento, o en la profunda necesidad de limpieza espiritual.
Tal vez hoy te has dado cuenta de que has estado viviendo alejado de la plena comunión con Dios y con Su pueblo por la culpa o el pecados que aún te ata.
Pero la buena noticia del evangelio es que el mismo Jesús que se acercó al leproso hace dos mil años sigue acercándose hoy a nosotros, con la misma ternura, autoridad y gracia irresistible.
Hoy, Cristo mira directamente tu necesidad más profunda y te dice nuevamente con la misma autoridad y compasión:
«Quiero… sé limpio.»
Escúchame con claridad, hermano y hermana:
Ningún pecado es demasiado oscuro para Él.
Ninguna vergüenza es demasiado profunda para Su gracia.
Ninguna vida es demasiado quebrada o indigna para Su toque restaurador.
El mensaje del evangelio es claro: Cristo no vino para aquellos que creen estar sanos, limpios y autosuficientes. Él vino precisamente para buscar, tocar, restaurar y enviar a los pecadores, los impuros, los quebrantados. Él vino para traer una sanidad profunda, una restauración real y una reconciliación eterna.
Pero permíteme preguntarte con sinceridad pastoral:
¿Estás viviendo hoy plenamente esta restauración que Cristo ofrece?
Quizá hace tiempo que Cristo te limpió, pero sigues viviendo como si fueras indigno, excluido o marginado espiritualmente. Cristo te dice hoy claramente: “¡Vuelve plenamente a la comunión! ¡Eres limpio en Mí!”
Quizá fuiste restaurado, pero tu boca permanece cerrada, silenciada por temores o vergüenzas. Cristo te exhorta hoy con amor: “Cuenta lo que he hecho contigo, proclama públicamente la gracia que has recibido.”
Quizá te sientes agotado, luchando solo en tu fuerza espiritual. Cristo hoy te invita: “Aparta tiempo conmigo, retírate conmigo en oración profunda, porque en Mi presencia encontrarás fuerza, vida y poder para ser un testigo auténtico de Mi Reino.”
Amados, Jesús sigue acercándose a indignos con Su compasión, limpiando plenamente con Su autoridad, y enviando a restaurados como testigos visibles de Su gracia transformadora.
Finalmente, recordemos que toda esta obra restauradora es también una anticipación gloriosa del día en que Cristo volverá en gloria. Ese día ya no habrá más enfermedad, más aislamiento, más vergüenza ni más pecado. Ese día, la restauración que hoy conocemos parcialmente será completa, definitiva y eterna.
Ese día, todos los restaurados de Cristo estaremos reunidos plenamente en la presencia del Padre, disfrutando para siempre de la gloria incomparable del Salvador que nos limpió y nos hizo suyos para siempre.
Hasta que llegue ese día, vivamos cada instante de nuestra vida proclamando con alegría y confianza la gloria irresistible de Aquel que nos tocó cuando éramos intocables, nos limpió cuando éramos inmundos, y nos hizo suyos cuando estábamos lejos.
Oremos